El Niño de la espina
Dibujo original realizado por J.R
Dibujo original realizado por J.R
Llegó desde los mares de Grecia con una
espina clavada en la base del pie. Como un corredor de fondo se entregó al
dolor de su carne para cumplir una noble misión encomendada por el Senado. No
había cometido que no estuviese a su altura y por ello dio gracias a los
dioses.
Por el camino perdió la cinta roja que,
atada a su frente, le sujetaba los mechones a las sienes e impedía que el sudor
se le colara por los ojos.
Terminada la misión detuvo la cadencia de sus zancadas infantiles para descansar todo
el peso de su esfuerzo.
En el Jardín de la Isla del Real Sitio
y Villa de Aranjuez tomó asiento aquel niño y se agarró a su pie como una boya
de salvación para extraer, con la yema de los dedos, todo el dolor acumulado en
el camino.
Durante mucho tiempo permaneció así: concentrado
y pensativo y tratando de arrancar la espina de su carne, preguntándose de vez en
cuando a qué Dios inmaterial se ensalzaba con la belleza de los mármoles y bronces que lo rodeaban.
Frente a él, años más tarde, el niño
vio pasar por lo jardines a un hombre que blasfemaba por lo bajo todo su pesar por no haber sido admitido en la Real
Academia de la Lengua durante dos años consecutivos. El hombre se dirigía a
la Fiesta de las Letras que se celebraba en su honor.
Se llamaba Azorín.
Con aquel homenaje, Ortega y Gasset y
Juan Ramón Jiménez trataban de arrancar una espina que no era sino un
abominable insulto a las letras: un aguijón clavado en el centro de la
intelectualidad a uno de los suyos.
Todavía hoy, en la que fuera ciudad de
reyes, hay un niño compartiendo espinas con Azorín. Ambos hablan de ruinas etruscas y de un
abuelo campesino sentado en el tronco de un olivo de Viterbo. De vez en cuando
interrumpen sus conversaciones para ser testigos de cómo Patrimonio Nacional se comporta como los ciegos de Esquilo.
Hay días en los que Aranjuez amanece
con una obra de bronce o mármol menos. En su lugar han puesto otra idéntica hecha de cartón piedra.
Ninguna ciudad se merece
semejante expolio. El escritor y el niño lo saben y confluyen en la cúspide de sus
inteligencias sensibles. Y es allí donde ambos desean que los primeros rayos de
sol alimenten un humus fermentado que haga crecer setas de cabeza escarlata y sustancia venenosa
en todos los parterres. Si Patrimonio las roba podrá darse de bruces con la misma
lógica de muerte a la que está sometiendo a los jardines de palacio. Mientras esto ocurre, un humo de paja es la sustancia que conforma toda la tragedia.
Escrito por Cristina González Moya
Exclusivamente para el grupo Por y Para Aranjuez Magazine